Tabla de Contenido
La Lengua de puerto Rico
La lengua de nuestro pueblo
La lucha por la lengua
Puerto Rico:frontera linguística
La confución
Historia, cultura y lengua
El Dr. Manuel Alvarez Nazario
El contacto cultural con los Esatdos Unidos.
¿Erosión o enrequecimiento?
El futuro de la lengua en Puerto Rico
Usos pronominales
Usos verbales
Rasgos fonéticos
Indegenismos y africanismos
Anglicismos
Presente y futuro de la lengua en Puerto Rico
Notas sobre la lengua en Puerto Rico
1. Usos y abusos de al lengua
2. Sobre la poesía
3. Confusión de la confusiones
4. El cultivo de la lengua
5. La punta de la lengua
6. Lengua e identidad
La lengua de nuestro pueblo
No se ponía el sol en el Imperio español; tampoco sobre su lengua, nuestra lengua, que, como un río caudaloso, fue arrastrando consigo árboles, flores, frutas, aves de todos los plumajes, nombres de sitios que habían permanecido ignorados, lugares que habían estado escondidos a los ojos y oídos del mundo por milenios.
Nadie hizo con tanta geografía tantas cosas en tan poco tiempo. Donde quiera que había un río se le adornó la boca con una ciudad. Donde quiera que había un valle acogedor se levantó un pueblo; y para desafiar climas ardientes se coronaron los altos montes de torres de iglesias y torreones de palacios y fortalezas: La Paz, Bogotá, Caracas, Ciudad de México, San José, Asunción.
Algunas se bautizaron con nombres de santos, y casi se agotaba el santoral. Bajando desde el norte hallamos San Francisco, Los Ángeles, San Diego, Sacramento, Santa Cruz, Corpus Christi, Santo Domingo, San Juan, y por la preferencia por el santo de la Reconquista, Santiago de Lima, Santiago de Chile, Santiago de Cuba, Santiago de los Caballeros.
A otras se les guardó su nombre indígena, México, Caracas, Bogotá. En otras se dejó el nombre a la imaginación: Montevideo, Valparaíso. Los nombres de provincias y ciudades españolas se multiplicaron por todo el continente: Guadalajara, Trujillo, Nueva Granada, Valencia, Córdoba, Castilla de Oro.
Esa manera de bautizar fue general y aquí en nuestro propio distrito podemos observar el mismo patrón: Mayagüez, del taíno; Sabana Grande y Cabo Rojo, que obedecieron a la geografía; San Sebastián, San Juan y San Germán que también se apellidó la Nueva Salamanca. Y es así como desde el comienzo y palabra por palabra nos identificamos con una geografía enorme, con una historia increíble, con una lengua inmortal.
El lenguaje nos es tan natural como la respiración. Sentimos su falta cuando se enrarece o se contamina.
Aquella frase de Luis Muñoz Marín en su "Discurso de Agapito", seguirá resonando en los oídos de futuras generaciones como resuenan todavía en los nuestros tantas palabras patricias del siglo XIX: "La lengua es la respiración del espíritu."
La historia nos hace la cultura y la cultura y la lengua caminan siempre cogidas de la mano. La corrupción de la una trae consigo inevitablemente la corrupción de la otra, por contagio.
Sólo un ejemplo quiero darles, que nos queda muy cerca: las Antillas Mayores. Cuando Inglaterra se lanza sobre América para destruir el Imperio Español, invadió Cuba y allí permaneció durante un año. Tomó a Puerto Rico pero tuvo que salir pronto hostigada por las enfermedades y las milicias. Pero conquistó Jamaica, y se quedó en Jamaica.
Resultado: existen marcadas similaridades entre Cuba y Puerto Rico, similaridades culturales, lingüísticas y raciales, lo que llevó a Muñoz Marín, con su precisión para encapsular una idea en pocas palabras, a decir: "El cubano es un puertorriqueño alegre. El puertorriqueño es un cubano triste." Y a nuestra Lola a decir "Cuba y Puerto Rico son, de un pájaro las dos alas..."
En cambio tenemos muy poco en común con Jamaica. Racialmente, Jamaica es un pueblo negro. Culturalmente, es una mezcla de costumbres inglesas y africanas. Lingüísticamente, habla un inglés desvencijado. Históricamente, está desconectada de la historia y la cultura hispánica del continente. Para cualquier país de nuestra América, los nombres de Bolívar, San Martín, Juárez, Hostos, Martí, se sienten como cosa propia. Y lo mismo podemos decir de los intelectuales. Desde Sor Juana Inés de la Cruz hasta Neruda pasando por Darío; desde Güiraldes y Gallegos a García Márquez y Vargas Llosa, hay un mundo literario y artístico del cual formamos parte.
Traigo esto a colación porque guarda estrecha relación con los dos choques culturales que han afectado a Puerto Rico y que han servido para determinar lo que éramos ayer, lo que somos hoy, lo que podamos llegar a ser mañana.
El primer choque es el de la cultura y la raza española con la cultura y la raza indígena. Esta cultura no tenía con qué resistir. Físicamente era una raza endeble. Aquí no había qué comer. De los 250 productos que se producen en América, doscientos los trajeron los españoles. Y culturalmente vivían en la edad de piedra. La cultura indígena se disolvió en la cultura hispánica. En una generación el indio ya usaba pantalón y zapatos. Habían aceptado el nuevo Dios que traía un evangelio de amor. Y en poco tiempo aquí sólo se hablaba español.
Quedan de aquella cultura los nombres de sitios y lugares: los nombres de algunos utensilios, el güiro, la maraca, el tigüero; los nombres de los árboles y frutos autóctonos: MAMEY, GUAMÁ, GUAYABA, GUANÁBANA; CAOBA, CEIBA, GUAYACÁN; y YUCA, MALANGA, YAUTÍA.
En una lengua como el español, que recoge como 100,000 voces en el diccionario, y tiene un número tres o cuatro veces mayor sin recoger, la presencia de unos cuantos centenares de voces indígenas es muestra palpable de que fue imperceptible el influjo cultural del vencido sobre el vencedor.
Es otra la historia del choque cultural del 98. Aquí había una civilización más rezagada que la del invasor. Pero había una cultura más recia y una lengua más resistente. Por eso casi un siglo después, la cultura y la lengua han resistido.
Pero, como decía, la historia nos hace la cultura. Y en estos ochenta y cuatro años se han producido intrusiones que, para bien y para mal, nos han marcado con el sello inconfundible de la metrópoli: en la arquitectura; en el derecho por influencia del derecho común inglés; en el juego político tan superficialmente democratizado que hasta hemos copiado las carnavalescas asambleas para la nominación de candidatos; en la vida social, en la que vemos deshilachándose el entretejido de la vida familiar que ha sido uno de los secretos de la solidaridad del grupo; y en la lengua, que está sufriendo la intrusión demasiado rápida del anglicismo, que empezó forzadamente en la escuela y ha continuado en los negocios y en las últimas décadas en la industria.
El anglicismo puede ser enriquecedor cuando viene a llenar un vacío, a suplir una deficiencia expresiva. Pero es contaminante cuando es innecesario y viene a sustituir una palabra adecuada. Es contaminante y peligroso, porque una excesiva proliferación de palabras extrañas nos aparta de la lengua general.
Esa lengua hay que guardarla. Si se pierde, se pierde con ella la cultura, el vínculo que nos une a una gran historia, a una de las grandes culturas que ha producido la humanidad, y a un posible futuro de grandeza. Si se desfigura la lengua, si se convierte en dialecto, pasaremos de isla geográfica a islote culturalmente deshabitado, y este pueblo se convertiría en mero material etnográfico, masa amorfa, peonada y factoría.
Afirma Álvarez Nazario que a lo largo del siglo XVI arriban a nuestras playas alrededor de un 40% de andaluces, 16% de extremeños, 13% de leoneses, 24% de castellanos.(1) Este transplante de españoles explica el meridionalismo dialectal hispánico que dominaría desde el siglo XVI la naciente sociedad puertorriqueña. A ese influjo se sumará más tarde la inmigración canaria, ya moldeada su lengua por la influencia andaluza.
El castellano, a su vez, estaba matizado de regionalismos y dialectalismos mozárabes, andalucismos, aragonesismos y catalanismos, y términos portugueses y marineros. La conquista de América es un crisol de lenguas peninsulares que aquí se va a engrosar con indigenismos.
Después de los primeros tres siglos, desde la Cédula de Gracias de 1815 que permite la libre entrada de extranjeros, y de las inmigraciones motivadas por las guerras de la Independencia, Puerto Rico recibe la influencia de venezolanismos, dominicanismos, y de galicismos que se formaron por el contacto con los numerosos corsos que inmigraron en Puerto Rico.
No es pues de extrañar que si vamos a Madrid nos sorprenda, como se sorprenden los castellanos, de que se llamen las mismas cosas de diferente manera. Y lo mismo si vamos a Caracas o a México o a Lima. Cada pueblo ha ido forjando su lengua de acuerdo con el predominio de las diferentes variantes del español peninsular que hablaban los primitivos colonos y según se sobreimponían esas lenguas sobre diferentes sustratos indígenas. Pero lo importante es que a pesar de esa diversidad la lengua española ha mantenido una unidad sorprendente: las convergencias eran, y son, más copiosas que las divergencias. Otras lenguas de fonética y ortografía difícil se descomponen rápidamente en dialectos. La sencillez fonética del español ha impedido ese desastre. Y esa es una de las glorias de nuestra cultura.
Y en esta lengua ¿qué es lo nuestro? Lo autóctono, lo que queda de la lengua primigenia, muy poco: nombres de algunos ríos, algunos sitios, algunos pueblos; el río Guanajibo, Cupey Bajo, Cayey, Guayama, Mayagüez. Los nombres de árboles y plantas: CAOBA, GUAYACÁN, HÚCAR, Y YAGRUMO, TABONUCO, AUSUBO, MAMEY, GUANÁBANA, GUAMÁ, YAUTÍA, YUCA, HICACO. De animales, como HICOTEA, IGUANA, JUTÍA. Los nombres de cosas y utensilios: BOHÍO, BATEY, CONUCO, HAMACA, y algunas derivadas de la ordenación social como CACIQUE, BOHIQUE.
La hinchazón de un pseudonacionalismo particularista llevó a creer que podían surgir en América tantas lenguas nacionales como naciones, idea pequeña que alimentó el entusiasmo de sus adeptos y llenó de inquietud a sus opositores. Tal separatismo lingüístico haría tanto daño a la cultura continental como antes nos hizo a todos el desmembramiento de la unidad política.
Mal le puede servir a su nación quien por buscarle la cuestionable gloria de forjar una lengua propia la repliega sobre sí misma como un caracol y acaba por aislarla de su mundo.
La aspiración estaba condenada al fracaso y hoy tiene menos partidarios que el esperanto. Seguirán naciendo y muriendo palabras todos los días, pero la lengua misma desarrolla una alergia contra lo que es contrario a su naturaleza, a su constitución, a su manera de ser y conducirse.
Esa similaridad de nuestro pueblo con el mundo hispánico se nos va imponiendo gradualmente sin darnos cuenta.
Podemos empezar por los nombres de las calles. En multitud de pueblos en el enorme territorio que ocupamos en España y las dos Américas, no será extraño encontrar otra calle de la Luna, otra calle del Sol, y del Comercio y luego, unas calles o sectores con nombres de santos, como aquí San Sebastián, o nombres más descriptivos como El Bosque. Pero no en todas partes hallaremos una calle del Río, y menos una Cuesta del Viento.
En algún momento deben surgir de estos lares los cuentistas, los novelistas que traten estos lugares, estos nombres, con la fruición que encontramos en tantos grandes escritores españoles, como Azorín, Unamuno, Valle -Inclán. Los nombres de nuestros barrios, por ejemplo, tienen un sabor a trópico, a autoctonía americana, que invita a poetizar: El Guamá, Cotuí, Maresúa, Rosario Alto, Rosario Peñón.
Con amor tienen que haberse escogido los nombres de las fincas y las haciendas, que también son una invitación a romantizar. La Encarnación, La Constancia, Belvedere, Eureka, La Montalva, Filial Amor, el Coto...
Cuando volvemos la vista hacia el pasado esos nombres se nos amontonan, y se repasan en la memoria como si fuesen viejos retratos que llevamos en nuestro afecto como en un álbum.
En mis largos años fuera de mi tierra encontré mucha gente de muchas tierras, y el argentino me hablaba de su pampa con acento de tango, y el venezolano de su llano ardiente como un joropo; yo les hablaba de mi bajura cálida como una plena o de mi altura, melancólica como una décima.
Quien quiera escribir de San Germán tiene que empezar por llenarse los ojos de paisaje y los oídos de palabras. Cada palabra, como dice Herder, es un poema.
1 Álvarez Nazario, "Andalucismo del español sembrado en Puerto Rico", Boletín de la Academia de la Lengua Española, Vol. V2, p. 35.
Las gentes de nuestra lengua que sólo nos han conocido durante largos años por referencias y que nos visitan por primera vez se sorprenden cuando llegan a Puerto Rico de dos maneras, dependiendo de las ideas preconcebidas que ya se habían formado sobre nosotros.
Unos se sorprenden por lo que creen excesivo influjo del inglés, del cual apenas nos damos cuenta, como no nos damos cuenta de cómo se le acentúan las arrugas a la mujer que se mira al espejo todos los días durante muchos años; y otros se sorprenden, habiendo llegado con la idea de que este pueblo ha sido totalmente absorbido, de lo que consideran un fenómeno extraño de resistencia cultural y lingüística. Así lo entiende, por ejemplo, don Samuel Gili Gaya cuando en su libro La lengua materna afirma que "en general, los puertorriqueños se atienen bien a la tradición del idioma;" añadiendo que, "no ocurre lo mismo entre personas poco instruidas de numerosos países hispánicos, entre ellos España, si bien se registran en todas partes preferencias locales y personales."
La sorpresa de aquellos que nos visitan por primera vez es explicable porque las dos características apuntadas coexisten simultáneamente en Puerto Rico. No nos damos cuenta de los daños que va sufriendo la lengua, no solamente por la intrusión demasiado rápida del anglicismo y del calco, muchas veces innecesarios, sino por lo que es peor, las transformaciones graduales y para nosotros imperceptibles que se van produciendo en la sintaxis. Pero por otra parte yo creo que ningún grupo social que haya sufrido los intentos de penetración consciente, los esfuerzos de transculturación preconcebida y dirigida que ha sufrido Puerto Rico, haya podido demostrar mayor resistencia y una voluntad más firme de defender esos dos derechos, tan inalienables como el derecho a la libertad y el derecho a la vida, que son el derecho a la identidad y el derecho a la continuidad.
El drama sordo y soterrado que ha vivido Puerto Rico durante los últimos 70 años de su historia ameritaría por sí sólo un libro bien documentado. Pero a veces sobre un detalle puede construirse toda una explicación como puede un científico que encuentra un hueso en el desierto construir sobre él el esqueleto de un dinosaurio. Tal vez puede servir de explicación a algunos de los lexicógrafos y académicos que por primera vez nos visitan y también a muchos jóvenes puertorriqueños para los cuales 70 años es un lapso prolongadísimo de tiempo esto que voy a decirles y que pueden leer en el libro de Pedro A. Cebollero titulado La política lingüístico-escolar de Puerto Rico, publicado hace más de 20 años.
Cuando se produce en Puerto Rico el cambio político de 1898, que unos aquí llaman cambio de soberanía y otros llaman la invasión, Puerto Rico (a pesar de que su desarrollo como pueblo con conciencia de sí mismo es un producto del siglo XIX) ya había dado a las letras nombres como Alejandro Tapia, Alejandrina Benítez, Lola Tió, Gautier Benítez, José Gualberto Padilla, Baldorioty de Castro, Ramón Emeterio Betances, Salvador Brau, Manuel Zeno Gandía, Luis Muñoz Rivera, Eugenio María de Hostos y otros tantos más.
Pues bien, pisándole los talones a las tropas expedicionarias llegaron un día los señores Eaton y Clark con la misión de organizar un nuevo sistema de instrucción pública. El primer Comisionado de Instrucción fue Victor S. Clark, nombrado por el Presidente de los Estados Unidos del cual ha recibido la orden de iniciar un proceso asimilativo. El Dr. Clark está convencido de que los puertorriqueños no poseen una conciencia nacional ni conocen adecuadamente el español. Estas circunstancias, cree, hacen recomendable educarle directamente en inglés.
Este fue el hombre que echó los cimientos de la nueva estructura educativa. Y luego de él llegó Martin Brumbaugh. Y Brumbaugh, como otros que le siguieron, trató de implantar en la escuela pública de Puerto Rico la enseñanza de todas las materias en el idioma inglés desde los primeros grados. ¿Con quiénes se cuenta para hacerlo? Con algunos maestros importados y con unos centenares de puertorriqueños improvisados en maestros en cursillos especiales para ese fin.
Y dice Martin Brumbaugh, quien ya por lo menos había entendido que era necesario conservar el español primero y adquirir el inglés después, lo siguiente en su informe al Presidente en 1904: "Los supervisores y maestros de inglés eran ex-soldados, ex-carreteros, ex-empacadores y otras personas de ocupaciones similares." Y añade: "Ninguno de ellos sabía español y algunos sabían poco inglés."
Desde ese primer animal que les he citado, nuestra pedagogía ofrece un largo catálogo de personas que habrían estado mejor colocadas en un catálogo de zoología. Naturalmente, esto provoca en la isla una resistencia implacable, muestra de la cual puede hallarse en los escritos de todos los que tuvieron un átomo de conciencia histórica en Puerto Rico.
Fue el Comisionado Dr. José Padín el primero que, en la década del 30, protestó y trató de transformar el sistema. Y así continúa este proceso hasta 1950. Y yo, que he visto muchos momentos dramáticos de la historia de Puerto Rico, puedo decirles que el momento de mayor emoción colectiva que he presenciado fue el día que don Mariano Villaronga -recién confirmado como Secretario de Instrucción por el primer gobernador electo por los puertorriqueños, don Luis Muñoz Marín- dijo en una asamblea numerosísima de la Asociación de Maestros estas palabras: "Desde este momento el vernáculo es el idioma de la enseñanza en Puerto Rico."
Los maestros, los que tuvieron que sufrir durante tantos años la lucha titánica de enseñar en lengua que no era la propia, a niños que no entendían la lengua intrusa, se levantaron sobre sus asientos, se abrazaron, rugieron, lloraron... En este cuadro creo que echamos un poco de luz sobre esas dos sorpresas de que hablaba al principio: el porqué de ciertas transformaciones lingüísticas que tienden a apartarnos de la lengua general y el porqué de esa resistencia que todavía mantiene nuestra lengua atada, y quiero creer que indisolublemente, a ese caudal de historia, de emoción y de cultura que es esta lengua española, instrumento de unión, de comunión, de comunicación con dos continentes y con 20 pueblos y que es, además, una de las grandes lenguas, una de las grandes avenidas para entrar con pie firme en la cultura universal.
Como resultado de esa política proseguida en el país durante 50 años, y que por desgracia, y con una inconciencia cultural suicida, se prosigue aún en muchas de las escuelas privadas, una parte considerable de los puertorriqueños hablamos un español que más parece una lengua adquirida, sin la espontaneidad, la fluidez y los matices propios de otras regiones de nuestra habla que no han sufrido esas lamentables interferencias lingüísticas.
He creído oportuno ofrecerles este cuadro indispensable para entender algunos de los problemas de la lengua en Puerto Rico. Pero me consta que los problemas de la lengua no son exclusivamente nuestros. En unos pueblos existen los problemas que genera la concentración en las grandes ciudades de grandes núcleos de población, que traen consigo vocablos y modismos de sus provincias y de países extranjeros. En otros pueblos existen numerosas poblaciones indígenas que aún no han podido incorporarse plenamente al caudal tumultuoso de la lengua general. Y en todas partes existe el problema del anglicismo, del calco y del neologismo que penetran, a veces con demasiada rapidez, la lengua común.
Existen frente a esos problemas criterios encontrados: liberales y conservadores, puristas y anarquistas. Si no existieran esos conflictos no habría razón importante ni para las Academias ni para los Congresos de Lexicografía. Pero la preocupación básica, fundamental, estoy seguro, es el propósito de contribuir a impedir la dispersión de este gran instrumento expresivo, la desfiguración, la dialectalización, la transformación en unas décadas o en unas generaciones de una gran lengua en un número de dialectos inservibles para los altos fines del futuro.
Pero estoy seguro también de que no nos asusta el cambio puesto que todos sabemos que los cambios son inevitables en la lengua y que las lenguas cambian más cuanto más viajan; y esta lengua española viene desde muy lejos en el tiempo y se ha extendido demasiado en el espacio.
Pero a pesar de ello, desde que se convierte en lengua de cultura en los siglos XII y XIII con el Cantar de Mio Cid, y con Las Siete Partidas de Alfonso el Sabio, hasta el día de hoy, es la que menos ha cambiado de las cinco grandes lenguas occidentales y tenemos la sensación de que seguimos hablando la misma lengua que hablaban los autores anónimos del Romancero. También la geografía le imprimió su sello. Se extendió por toda la Península, por el norte del Africa, por el sur de Italia, y después del Descubrimiento, por casi todas las islas del Atlántico y del Pacífico, por Norteamérica y Sudamérica desde Oregón hasta Chile, y desde la Luisiana, que entonces llegaba a la frontera del Canadá y desde las dos Floridas, hasta la Patagonia. Y en esa trayectoria, que convierte la historia en epopeya, se incorpora la lengua miles de vocablos indígenas, miles de acepciones nuevas.
No podemos tenerle miedo al cambio porque es inevitable y porque además es enriquecedor. A lo que sí debemos temerle, con un temor profundo, es a la dispersión, a la desnaturalización, porque entonces en vez de llegar a tener una lengua más rica, más amplia, más apta para la comunicación y la creación tendremos nuevamente muchas lenguas más pobres, más raquíticas y menos aptas para las grandes empresas de la historia.
Dio el español por un milagro de la Historia en la fonética más clara y más sencilla entre las grandes lenguas de la cultura occidental. Tal vez por eso resultara tan fácil convertir las mil lenguas que encuentran los españoles en América en una sola. Y tal vez por eso sea tan difícil desarraigarla de alguna tierra donde echó raíces.
Muy poco sufre la lengua española con la incorporación de miles de vocablos árabes. La estructura interna del español se mantiene incólume. Y en cambio la incorporación de tantas nuevas voces en siete siglos de lucha y de convivencia le dio a la lengua mayor movilidad y mayor carácter.
Y no solamente absorbimos muchos vocablos árabes en la lengua sino que los trasladamos a otras lenguas extranjeras. Y para designar al que dirige o manda tenemos además de 'caudillo', del latín; 'adalid', del árabe; 'cacique', del indio; 'jefe', del francés; y 'líder', del inglés. Son incontables también en la lengua las palabras de origen indígena que se incorporan en toda América a la lengua española, muchas de las cuales han sido acogidas en el Diccionario de la Lengua. Hay también miles de palabras de origen español o de invención hispánica con las que muchos de nuestros pueblos designan frutos, árboles y animales inexistentes en la geografía y en la lengua de los conquistadores y que era necesario nombrar. Miles de esos vocablos también han sido acogidos en el Diccionario de la Lengua.
Nosotros los puertorriqueños nos hemos sentido acomplejados con razón cuando abrimos el Diccionario y encontramos que hay profusión de voces de casi todos los países americanos y en cambio hasta 1914 solamente había ocho o diez voces puertorriqueñas y algunas adicionales en la edición de 1936. Hoy, por iniciativa de algunos de los miembros de la Academia Puertorriqueña de la Lengua, ya han sido aceptadas casi 300 voces adicionales de Puerto Rico y esperamos que se incorpore un mayor número de voces autóctonas nuestras al Diccionario que se va ampliando rápidamente al ir acogiendo más voces del mundo hispanoparlante. Hay razones importantes para que estas palabras nuestras, muchas de ellas de gran valor expresivo, muchas de ellas hermosas y enriquecedoras de nuestra lengua general, no hayan sido acogidas por el Diccionario de la Lengua. Y la explicación es ésta: en Puerto Rico no existía una Academia de la Lengua que pudiese comunicarse a tiempo con los organismos rectores del idioma.
Todo pueblo no sólo tiene derecho a seguir creando y recreando su lengua y recreándose en sus creaciones, sino que ha de hacerlo porque lo mandan las leyes internas, imperiosas del idioma a las cuales no podemos sustraernos. Pero a decir verdad, esas palabras, muchas de las cuales contribuirán a enriquecer el caudal ya inmensamente rico de la lengua general, no son tan numerosas como algunos han supuesto. Una parte considerable de las voces del magnífico Vocabulario de Puerto Rico de don Augusto Malaret, que realizó solo el trabajo de una academia en largos años de vigilia, son palabras que también se dicen en Cuba, en Santo Domingo, en Venezuela, en Méjico, en Chile, en Argentina. Y cuando Rubén del Rosario publicó hace pocos años su Vocabulario puertorriqueño después de más de 30 años de estudios e investigaciones, nos encontramos con unas mil palabras de las cuales, si extraemos los toponímicos, las palabras que sólo tienen, para diferenciarse como puertorriqueñas, el defecto de que están mal pronunciadas y mal escritas, y si extraemos también las palabras que, a pesar de su intención de recoger sólo voces autóctonas, se dicen también en diversos países de América, nos encontramos con que en ese vocabulario apenas hay 200 ó 300 palabras que pueden considerarse auténticamente nuestras. Y de esas palabras, algunas son de extraordinario valor expresivo, aparte del valor sentimental y de la carga semántica que tienen para nosotros, y otras son palabras deleznables que surgen en el lenguaje adolescente cada nueva generación y en una generación han desaparecido de la lengua.
No sé cuántas de esas palabras puedan ir a parar definitivamente al Diccionario General de la Lengua o cuántas ameriten ser recogidas en catálogos de provincianismos o americanismos. Pero cualquier escritor nuestro dejará de tener acento propio si en su obra no pululan algunas de esas palabras tan cargadas para nosotros de significado: unas de origen indígena, otras de origen africano, y otras buenos neologismos de invención anónima pero que están en nuestra lengua para quedarse. Les voy a recordar nada más que algunas de esas palabras de origen negroide, muchas de las cuales tal vez se repitan en los pueblos limítrofes, pero que para nosotros están cargadas de sentido: BEMBE, JURUTUNGO, QUIMBOMBÓ, CHAMALUCO, MAFAFO, MALANGO, BOMBA, BAMBULÉ, MARIANDÁ, GUATEQUE, BACHATA, TITINGÓ, MOFONGO, GUNGULÉN, BONGÓ, MARIMBÓ, CHANGO, GUACHINANGO. No veo ni siquiera cómo puede escribirse un tratado de política puertorriqueña si nos faltan las palabras BURUNDANGA, ÑOCO, ÑEÑEÑÉ ÑÉNGUERE y ÑANGOTAO.
Y sin palabras como éstas que les voy a recordar, difícilmente pueda nadie escribir una décima de sabor criollo: MAVÍ, BILÍ, PITORRO, CUCHIFRITO, ALCAPURRIA, SORULLO, GANDINGA, MONDONGO, ASOPAO, TEMBLEQUE, BIENMESABE, CORAZÓN, PIÑA, CAIMITO, MANGÓ, GUAMÁ, MAMEY, GUINEO, GUANÁBANA, AUSUBO, ACEITILLO, TABONUCO, GUAYACÁN, YAGRUMO, HIGUEY, CANEY, BATEY, CATEY, CANAGUEY, COCUYO, CUCUBANO, PITIRRE, GUARAGUAO.
Y, amigos míos, sin Arecibo, sin Humacao, sin Guánica, sin Caguas, sin Canóvanas, sin Guayama, sin Guanajibo, sin Mayagüez, sin esos nombres no habría Borinquen ni habría Boriquén.
Me decía en una ocasión mi estimado amigo, el novelista Enrique Laguerre, que "el que no puede nombrar no puede escribir". Hay que nombrar las cosas. Así las incorporamos a nuestro ser. Hay que nombrar las ideas abstractas, hay que nombrar los estados de ánimo, hay que nombrar los sentimientos y las pasiones y las emociones. Y por ello tengo el ánimo abierto a recoger, de donde quiera que me llegue, una palabra más propia, más expresiva, más precisa, más noble, más poética que las existentes e incorporarla a mi lengua sin vacilación, a mi caudal expresivo, que por más que quiera, a lo largo de mi vida, sólo podrá adueñarse de una parte de ese caudal enormemente rico que es la lengua española.
Y finalmente sobre el anglicismo sólo quiero decir dos palabras. Tampoco le temo al anglicismo. La lengua española es tan fuerte, tan absorbente, que seguirá recogiendo de todas las lenguas con las que venga en contacto, todo cuanto pueda enriquecerla como lo hizo antes y como lo seguirá haciendo en el futuro. Algunas de esas palabras que nos llegan del inglés han sido aceptadas por la Academia Española. Y otras muchas lo serán en el futuro. Y digan lo que quieran los puristas o los conservadores no hay mejores palabras en nuestra lengua para decir CONTROL, AGENDA, PIQUETE, COMPLEJO, ESTÁNDAR, RÉCORD, RANGO, REPORTERO, RÁQUET, RADAR, LÍDER, MÍTÍN, PARQUEO, CHEQUEO, CORPORACIÓN. Algunas de estas palabras han sido admitidas, otras no. Pero estas palabras no dañan la lengua, la enriquecen. El peligro no está en la incorporación gradual de anglicismos necesarios. Está en el uso de la acepción inglesa de palabras españolas como, por ejemplo, 'contemplar', que en español es mirar con atención, para decir proyectar o planear; o 'animosidad', que en español es ánimo, para decir lo que en inglés resulta ser mala voluntad o antipatía; o 'fatalidad' para decir 'fatality', lo que en inglés quiere decir muerto. Cualquier día nos oiremos diciendo 'casualidad' para decir 'casualty', que en inglés quiere decir herido. El peligro está en el uso abusivo del gerundio en relación con el verbo ser, tan ajeno al genio de la lengua española. El peligro está en el uso indiscriminado del pronombre 'yo'. El peligro está en la intrusión demasiado rápida de vocablos ingleses y en que esa intrusión se produzca en algunos países y en otros no, porque aparta a unos y otros de la lengua general. Y el peligro está también en la incorporación de formas sintácticas ajenas totalmente al genio del idioma. De cualquier manera hay que evitar que acabemos hablando inglés con palabras españolas. O español con palabras inglesas. Ni espanglish ni inglañol: o acabaremos convertidos en ameriqueños o portorricanos.
Hace pocos días decía una distinguida personalidad por televisión: "Vamos a llamar la sesión terminada", traduciendo "Let's call the meeting to an end". Hace pocos días me decía una secretaria cuando procuré por teléfono a un amigo, que el señor no estaba, que él "me llamaría pa'trás". Y me decía otro buen amigo que había que escribir algo que tuviera un buen "responso". A lo que no pude menos que contestarle "Gory, Gory".
Hace algún tiempo ese gran escritor que fue Alfonso Reyes escribió estas palabras angustiadas: "Nuestra lengua se pudre por los extremos". Se pudre allá en las Filipinas, donde tuvo éxito lo que intentó y no se logró en Puerto Rico y allí ya no se habla bien ni el inglés, ni el español, ni el tagalo. Se pudre en los muelles de Buenos Aires donde el lunfardo ha pasado profusamente a la lengua argentina centenares de vocablos irreconocibles para el resto de América. Sólo un ejemplo les voy a dar de un poeta festivo que se firma Yacaré:
Cayó una gabionada de chirusas,
Algunas papas, otras bien fuleras,
Dando dique con pilchas domingueras
A unos cuantos pangrullos contemusas.
Se pudre en la frontera nuevo-mejicana donde, como dice H. L. Mencken en su obra The American Language, dos nuevo-mejicanos se saludan con esta joya de la burundanga lingüística: "¡Hola, amigo! ¿Cómo le how do you dea?" "Voy very welldiando, gracias".
La lengua se pudre en Puerto Rico donde la mayor parte de los memorandos oficiales interdepartamentales son magnífico ejemplo de cómo no debe escribirse el español. Se pudre en Brooklyn y en el Bronx y en Harlem donde ya los muchachos no juegan en el patio, juegan en la yarda, y la señora compra en la marqueta, y los jóvenes se reúnen en la corna, y las muchachas se solean en la rufa, y la familia va a Macy's a comprar la furnitura. La lengua se pudre en el bar, en la mesa de bridge, en el get-together, en el production line, en el conference room, donde técnicos sin lengua hacen alarde de una lengua profesional hermética tomada del inglés que les aniquila la expresión ágil y precisa tan necesaria para la creación y la comunicación. Y se pudre en el descuido de la calle o de la torpeza o de la ignorancia o hasta en la complacencia de los filólogos que se dejan atropellar por las supuestas leyes filológicas inexorables a las que otorgan autoridad irrevocable, olvidándose de que el porvenir de la lengua será lo que los hispano-parlantes querramos que sea y que es posible influir deliberadamente en el porvenir de cualquier idioma.
Tenía que ser un año bisiesto, y precisamente un 29 de febrero, para que yo me aventurase a aceptar la invitación para dictar una conferencia en la Universidad de Puerto Rico.
Pero una invitación amable e insistente como la que me hiciera el Profesor Casares, Director de la Escuela de Traductores, no debe rechazarse. Y aquí está pues a merced de ustedes, un escritor metido a conferenciante.
He escrito muchas veces sobre muchas cosas. Algunas veces me he sentido satisfecho de lo que he escrito. He hablado pocas veces de pocas cosas. Nunca me he sentido satisfecho de lo que he dicho. Pero como ante las cosas que están sucediendo en Puerto Rico el delito de callar es más grave que el delito de hablar mal; y como las avenidas para la expresión del pensamiento están bastante obstruidas, he tomado la decisión de que donde quiera que se presente una oportunidad de hablar he de aprovecharla. Hoy se me ofreció la oportunidad de hablar sobre la lengua y he de usarlas -la oportunidad y la lengua- aun a riesgo de que la lengua salga más estropeada que antes, y que la oportunidad me lleve a decir cosas inoportunas.
Y sin más circunloquios permítaseme entrar de lleno en el tema que nos ocupa esta tarde: la frontera lingüística. El tema tiene tantas ramificaciones que no es posible tratarlo con amplitud en una tarde a menos que nos quedemos en las ramas. Pero por alguna de esas ramas pretendo llegar a las raíces.
Empecemos por el principio. Y si en el principio fue el Verbo, la palabra, que es la razón, es razón de ser. Millones o miles de años, según si empezamos en la historia natural o en la historia sagrada, tardó el hombre en definirse a sí mismo como animal racional. Y los griegos, dotados como nadie, antes o después, para la invención, son los primeros que así entienden al hombre y así lo definen. En su lengua, pensamiento y palabra -logos- tienen originalmente una misma significación.
A veces pienso con angustia lo que habría sido este planeta si el hombre, dotado de razón, no hubiese podido desarrollar una lengua para expresar su pensamiento. Llevaríamos retratada en el rostro la angustia del orangután, que a veces, cuando nos mira en un parque zoológico, nos produce la sensación de que entiende, de que quisiera hablar, pero encerrado en su mutismo sólo puede hacer lo que en el hombre serían movimientos de desesperación.
Pues bien, todo creador de lengua -el poeta, el escritor, el traductor- con frecuencia imita, sin saberlo, la alteración del orangután. Me hablaba en una ocasión Gabriela Mistral de la lucha del hombre con la expresión. El mundo está ahí afuera esperando que lo nombren para cobrar vida. Pero hay también un mundo interior más difícil de designar. Y cuando escribimos, si tenemos un hondo sentido de la lengua, sabemos que la palabra que buscamos, existe, aunque de momento no la encontremos; o sabemos que existe una palabra mejor, más justa para decir lo que queremos decir. Y entonces el escritor se levanta, se pasea, fuma, se mesa los cabellos, suda y siente a veces que lo domina una angustiosa sensación de cansancio. Cuando al fin aparece la palabra buscada, el giro de lenguaje tan elusivo, la imagen retórica propicia, el escritor siente la placidez de la mujer que acaba de dar a luz; así de íntima es la relación que existe entre creación y procreación. Quien no ha sentido esa angustia de no poder expresar lo que quiere no sabe lo que es escribir.
Hay sin embargo quienes opinan que en el principio fue el gesto. Pero el gesto, a pesar de la riqueza expresiva que posee, era demasiado limitado. Y hubo que acompañarlo del sonido.
Apenas comenzamos a leer el Libro Sagrado nos encontramos con estos versículos:
19. Formados pues de la tierra todos los animales del campo y todas las
aves del cielo, los hizo Yahvé Dios desfilar ante el hombre para ver cómo los
llamaba, y para que el nombre de todos los seres vivientes fuese aquel que les
pusiera el hombre.
20. Así, pues, el hombre puso nombre a todos los animales domésticos, y
a las aves del cielo, y a todas las bestias del campo...
(Génesis, cap. 2)
De entonces acá el hombre ha creado unos cuatro o cinco mil idiomas. Están vivas en este momento alrededor de dos mil quinientas lenguas. Y de esas lenguas, las primeras cuatro por el número de sus hablantes son el chino, el inglés, el ruso y el español. Ocupaba el español el cuarto lugar en 1953. Hoy, 20 años después, puede que esté en tercer lugar. Para fines de siglo sólo será superada por el chino, y será, por el número de sus hablantes, la primera lengua del mundo occidental. Poseer tan extraordinario instrumento de comunicación tiene que ser a un tiempo motivo de orgullo y de preocupación.
A la llegada de los españoles se hablaban en América más de mil lenguas. El hombre no podía entenderse con su hermano más allá del primer río o de la primera montaña; muchas de esas lenguas en estado primitivo apenas servían para los meros menesteres del diario existir; carecían de las palabras de la abstracción imprescindibles para filosofar.
Haber dotado a casi dos continentes de ese medio casi increíble de comunicación no es sólo un milagro sin parangón en la historia del mundo, sino el regalo mayor que tenemos que agradecer a España.
Si permitimos que esa gran lengua se fragmente, como se fragmentó antes la unidad política, acabaremos tan rezagados en la cultura como hemos venido a estar en el poder político y en el poder económico.
Claro que las lenguas cambian de muchas maneras diversas. Entre otras, cambian porque hay leyes internas que llevan a producir alteraciones fonéticas y significativas: la f que se convierte en h; la s que se aspira; la confusión de ciertos sonidos que llevan al lleísmo o al yeísmo; el seseo o ceceo; la aféresis, el apócope; pero lo que importa es que esos cambios se produzcan tan paulatinamente que no se pierda el sentimento de que seguimos hablando la misma lengua.
Aunque nos topemos en el Romancero o en el Quijote con formas verbales extrañas o con palabras hoy irreconocibles, tenemos la sensación de que seguimos hablando la misma lengua, de que la continuidad lingüística no se ha perdido. Aunque algún día tenga que morirse, un lenguaje se tiene para siempre.
Por esta gran lengua española nos sabemos parte de una historia mayor, de una cultura mayor, de un destino mayor. La historia se hizo. La cultura está haciéndose. El destino es la incógnita. Ese es nuestro drama. Y hay drama cuando no sabemos lo que va a ocurrir. Un destino puede realizarse, o puede frustrarse. Los que contribuyan en alguna forma a la dispersión, a la fragmentación de su lengua, están contribuyendo a la frustración de ese destino. Son culpables de un delito mayor contra la propia historia. El destino es la historia de mañana. Si es menor de lo que pudo haber sido lo que se deja atrás, más que una historia sería un asunto lamentable.
La resistencia en Puerto Rico a la desnaturalización de su lengua ha sido recia. No sería exagerado decir que ha sido heroica; que hay tanto heroísmo en el sacrificio lento y callado como en la sangre que se derrama con escándalo.
En la bien documentada tesis recién publicada por Aida Negrón de Montilla se puede ver con claridad meridiana el intento, o más bien atentado, que se quiso perpetrar en Puerto Rico para convertir todo un pueblo en mero material etnográfico. Para ello lo primero había de ser desvalorizar sus valores y suplantarles la lengua.
Por un lado se agigantaban los hechos históricos de los Estados Unidos y por otro se soslayaba o se desacreditaba lo nuestro. Los peregrinos aparecen ante nuestros ojos de niño como una legión de beatíficos colonizadores, con su babero blanco y su moral impoluta, que rezan todos los días al acostarse, al levantarse y antes de las comidas, y comen pavo con los indios en la misma mesa en una enternecedora fiesta de confraternidad.
Y mientras tanto, les puedo asegurar que la mayor parte de los alumnos que salían de nuestras escuelas lo único que sabían de su propia historia está comprimido en esta cápsula, que, repetida año por año, acabó por destruir en miles de jóvenes el orgullo de un pasado de incomparable grandeza: "Los españoles vinieron a buscar oro. Fueron crueles con los indios. Cuando se acabó el oro y habían exterminado a los indios, se dedicaron a la trata de esclavos." Y del heroísmo de la colonización de dos continentes... nada. Y de las Leyes de Indias, nada. Y de los misioneros, nada. Y de la Pax Hispanica, nada.
Se magnificaban las figuras ilustres de la historia americana, y se disminuían las nuestras. Se celebraron con bombos y platillos, y desfiles y fiestas las efemérides de los Estados Unidos. Y tal parecía que los puertorriqueños no teníamos nada que celebrar. La palabra clave de Puerto Rico ha sido la palabra resistencia y así se definen ya nuestros linderos. Desde ese momento en que se inicia la resistencia, la patria es la frontera. Se ha querido disminuir esa realidad llamándola de otras maneras. El eslabón de dos culturas. El puente de las Américas. Y ahora se quiere prestigiar con un Centro Norte Sur que tendrá todas las características del ombligo. Está bien situado pero no sirve para nada. Pero la frontera está aquí y la única manera de enfrentársele es entendiéndola.
Desde aquel momento empieza a funcionar en Puerto Rico lo que años más tarde ha venido a llamarse los reflejos condicionados de Pavlov. El premio al plegadizo, al que aprendió a adaptarse, al que se doblegó a servir de instrumento. Nunca en este país hubiesen llegado a ocupar posiciones de prestigio y de poder las mediocridades con título que tuvieron a su cargo la educación de nuestras juventudes y la dirección de nuestros quehaceres colectivos. Por el contrario, la gente de pensamiento claro y actitud levantada fue o perseguida o arrumbada. Por mucho tiempo se produjo una selección a la inversa. Las funestas consecuencias están a la vista.
Un gran vate puertorriqueño -y vate es el que vaticina- Luis Palés Matos, nos dejó en verso para que no se olviden, las palabras "Puerto Rico, burundanga". Y en burundanga se ha convertido esta frontera: dos culturas, dos historias, dos lealtades, dos himnos, dos banderas. Celebramos el 4 de julio la independencia de Estados Unidos y el 25, el día de nuestra Constitución; que da la casualidad de que es también el día de Santiago, Patrón de España, y el día de la Invasión.
Celebramos un día de Lincoln para conmemorar la abolición de la esclavitud en Estados Unidos, donde no se ha abolido todavía, y un día de la Abolición para conmemorar la abolición de la esclavitud en Puerto Rico que ya estaba casi abolida antes de decretarse. Un día para Washington y otro para Muñoz Rivera. Según la nomenclatura de Ferré, uno es el padre de la nación y otro el padre de la patria. Un día de Christmas y un Día de Reyes. Un día de Thanksgiving para celebrar que los indios se conformaran con comer pavo en vez de comerse a los peregrinos y un día de la Raza que ahora se llama de Colón para que lo puedan usufructuar los ítalo-americanos. Un Memorial Day para rezarle a los muertos en inglés y un Día de los Muertos para rezarle a los muertos en español. Y un April Fool's Day que debía ser el Día del Asimilismo. Y un Día de los Inocentes que debe ser el Día de Nuestra Ingenuidad Nacional.
Decididamente en Puerto Rico lo único que está bien definido es la confusión. Y parte considerable de ese confusionismo nos viene en la lengua. Nadie se ha opuesto seriamente entre nosotros a la enseñanza del inglés. Poseer dos o más lenguas es abrir nuevas perspectivas a la cultura. Pero la enseñanza en inglés que duró en la escuela pública hasta el 1950, y que aún se perpetra en las escuelas privadas cada vez más numerosas, sólo ha servido para dificultar el aprendizaje, para hacer superficial la enseñanza, para limitar el conocimiento, para entorpecer la expresión, para oscurecer el pensamiento. No es fácil encontrar hombres de ideas claras. Con una lengua empobrecida sólo podemos producir ideas escuálidas.
El español por siglos ha sido un idioma fronterizo. Pero algo había en el nervio de esa lengua extraordinaria que asimiló todo cuanto encontró a su paso sin que sufriera cambios fundamentales. La estructura interna del español está prácticamente intacta desde que cuaja entre los siglos X y XV de nuestra Era.
Del godo sólo recibe el español nombres propios y términos guerreros.
Del griego las palabras de la filosofía y de la ciencia. Del latín no sólo la lengua del derecho y de la relación social: deriva del latín más del ochenta por ciento de las voces españolas.
Del francés absorbe algunas palabras en la Edad Media y más tarde, en los siglos XVIII y XIX por la inevitable influencia de la Ilustración, de las guerras napoleónicas, de la Revolución Francesa; de la literatura francesa que entra en un período de apogeo, por el flujo periódico de emigrantes políticos españoles que se refugian en Francia durante el azaroso siglo XlX español y por el espíritu receptivo de escritores e intelectuales que fueron tildados de afrancesados.
Se estima que hay en español unos cinco mil vocablos árabes. Este hecho le ha prestado cierto rasgo diferencial frente a las otras lenguas romances, pero son tan parte de la lengua como los vocablos que con anterioridad se tenían por castizos.
Hoy es el turno del inglés. Y ya son numerosas las voces inglesas que invaden los idiomas nacionales europeos -principalmente el alemán, el italiano, el español y el francés- y que están provocando en todas partes sentimientos de alarma y movimientos de resistencia. La alarma es mayor y más violenta en Francia. El francés empieza a perder su hegemonía que fue indisputable hasta después de la Primera Guerra Mundial.
Pero hay una gran diferencia en la actitud frente a la lengua inglesa de esos países, en los cuales la incorporación vertiginosa de anglicismos se produce por un accidente natural de la comunicación libre y de la fuerza expansiva del capital americano, y lo que sucede en nuestro ámbito.
La influencia del cine y la infinidad de procesos e instrumentos nuevos hace inevitable esa intrusión de vocablos. Por suerte, muchos de esos vocablos, aunque proceden del inglés, están acuñados con raíces griegas o latinas y pueden pasar sin dificultad a cualquier lengua romance. El anglicismo en ese caso es enriquecedor.
Otros son fácilmente traducibles a un término equivalente. Y también aumentan el caudal de la lengua receptora sin mengua de su limpieza de sangre. Otros pueden adaptarse, aprovechando la gran riqueza de sufijos y desinencias de las lenguas romances, con lo cual quedan asimilados sin violencia. A otros en ocasiones se les da un nombre nuevo en la lengua receptora por analogía.
Otros, no admiten esta clase de incorporación y se quedan flotando eternamente como anglicismos. No obtienen nunca carta de ciudadanía. Pueden ser útiles. A veces son imprescindibles. Pero todo calco que se aparta de las tendencias naturales de un idioma lo desfigura. Como el arsénico, por gotas, reconstituye. Por cucharadas, envenena.
Decíamos que hay gran diferencia entre la interdependencia de cualquiera de los grandes idiomas nacionales y lo que sucede en Puerto Rico. Aquí la frontera, que ha sido frontera de choque, se está convirtiendo en colonia lingüística.
Parte de la penetración lingüística en Puerto Rico es espontánea, como en todas partes. Pero la anglificación aquí ha sido principalmente inducida. Ha obedecido a una política preconcebida para propiciar la asimilación. Y la agravan la escuela privada, la incuria oficial, y la emigración masiva de ida y vuelta que incluye, desde el estudiante hasta el obrero, todas las capas de nuestra sociedad.
Fuimos por un tiempo frontera con el indio. Pero fue muy poco lo que quedó en nuestra lengua de esa confrontación. A diferencia de Méjico y Perú, que pudieron oponer al conquistador una cultura bastante desarrollada, los indios puertorriqueños, que según estudios antropológicos serios no eran más de quince o veinte mil, apenas contribuyen con algunos vocablos que aún quedan y que al poner a nuestra lengua su acento autóctono tienen para nosotros una explicable carga emocional. La mayor parte de esos vocablos se incorporan a la lengua sin chocar con nuestra fonética.
Fuimos más tarde frontera con el negro. La frontera la teníamos en la propia casa. Y al paso del tiempo, y a pesar de la diversa procedencia de los cargamentos humanos que desembarcaron en nuestras playas, ha sido mucho mayor el volumen de afronegrismos que se incorporan al caudal de nuestra lengua, y que le suman una rica veta rítmica. Algunos vinieron del carabalí, del bantú, del yoruba, del kikongo. No importa. Todo esto es hoy, ya, español. Algunas de esas voces han sido aceptadas. Otras lo serán. Pero la aceptación no da carta de ciudadanía. Y las palabras de buen cuño, fáciles de encajar en nuestra fonética, si no reciben la bendición académica, reciben o recibirán la de los poetas que son los pontífices máximos de la literatura. De darle alcurnia poética a las palabras del pueblo, a las palabras marginadas, se encargó Federico García Lorca en España. Y entre nosotros, Llorens, y después, Luis Palés Matos.
Y para que ustedes mismos decidan si caben o no caben en la lengua,
si deben o no tener cabida en el diccionario, oigan estas que transcribo:
gandul, gandinga, ganga,
gamba, gancho, gañán,
bomba, chumbo, bombarda,
pompa, pómulo, pan,
ten con ten, ñaque, honda.
pontífice, pontón,
tanto tonto sonámbulo,
tunda, tanda, bombón.
Esta última "estrofa" está formada con palabras de la última edición del Diccionario de la Real Academia Española.
Cada confrontación ha ido, pues, dejando en nuestra lengua su marca y su perfil. Pero ahora estamos en otra frontera. Y a pesar de nuestra resistencia tenaz de casi un siglo empezamos a tener motivos para inquietarnos. Porque aunque sabemos que la incorporación de nuevas voces enriquece, una inundación puede destruir una lengua.
En su sustanciosa, aunque breve obra Nuestra lengua materna, publicada por el Instituto de Cultura, afirma Samuel Gili Gaya que "la América Hispana tiene hoy más que nunca una sensibilidad muy despierta para la lengua común; el deseo de usarla en sus formas más nobles rebasa el círculo de los escritores y gramáticos profesionales..." Observa también que está agudizada en Puerto Rico la actitud defensiva, fundada en el supuesto de que hablamos un español averiado, lo cual puede ser saludable pero puede también crearnos un sentimiento de inferioridad que debe combatirse.
Totalmente de acuerdo. Cada parcela de la grande y noble lengua española seguirá inevitablemente creciendo y recreándose. Cada lengua tiene su lógica interna, su hondo y misterioso sentido. Nombrar nuevas cosas tiene la alegría de un bautizo. Hallar nuevas acepciones a viejos o a nuevos vocablos le da a la lengua un reverdecer de primavera. Las lenguas muertas, a pesar de su grandeza y de sus proezas -el griego, el latín- ya no pueden seguirse recreando: seguirán cumpliendo en el día de hoy su función creadora como almacén, o como cantera, desde donde las lenguas vivas seguirán rebuscando raíces para nombrar los nuevos descubrimientos, para encontrarle más hondos significados al habla, para propiciar el desarrollo de nuestro instrumento expresivo.
Sin embargo, no hay que confundir crecimiento y degradación. Cualquier palabra no adquiere derecho de existencia por el sólo hecho de haber nacido. Pero no es la Academia la que confiere la justificación de un vocablo. No se puede legislar sobre el derecho a la vida de las palabras que surgen. Es el cuerpo social mismo el que se ocupa de aplicar la pena de muerte a la palabra soez, contrahecha, que desfigura el habla; que la degenera o la degrada.
La mayor parte de las palabras nuevas nacen muertas o están condenadas a una vida efímera. La comunidad lingüística se encarga de aislarlas hasta que se acaban. En cambio, las que nacen llenas de gracia y vitalidad, aunque no sean hermosas, que en la lengua como en la vida tiene que haber de todo, no sólo permanecen sino que se extienden hasta los confines del mundo de nuestra cultura y nuestra lengua.
"La lingüística" -dice Gili Gaya- "ha pasado de ciencia natural a ciencia cultural y permite afirmar que el porvenir de las lenguas está en gran parte sujeto a la voluntad de los hombres cultos." Cita, para demostrarlo, cómo en Chile la literatura y la escuela han barrido el "voseo" entre la gente culta. Y si buscamos entre nosotros veremos como aquí, a pesar de sus limitaciones, nuestra escuela ha barrido prácticamente arcaísmos y pintoresquismos que denunciaban en el hablante su iliteracia o su aislamiento. ¿Quién dice ya 'asina', 'mesmo', 'trujo'? Y me atrevo a asegurar también que esa r velar que nos afea la lengua, y es uno de los pocos rasgos fonéticos que nos separan de la lengua general del mundo hispánico, puede corregirse en menos de una generación si se pone empeño en ello. Propongo pues una declaración de "guerra a la r". Y que se prohíba el armisticio hasta su rendición total.
Pero donde se da el problema grave, y creo que el profesor Gili Gaya ha sido más condescendiente que justo al valorarlo, es en la anglificación del español de Puerto Rico.
Estamos en una frontera y una frontera es siempre un sitio lleno de peligros. Junto al inmigrante de buena fe, al turista inofensivo, al viajante de negocios, entran el indeseable, el contrabandista, el traficante en drogas: la hez de la tierra.
En esta frontera lingüística, los aduaneros hace tiempo que se están haciendo de la vista gorda. Y yo les digo que hay palabras a las que hay que revocar el pasaporte. O que si se cuelan hay que deportarlas. Con una actitud de indiferencia ante el peligro no se podrá combatir el coloniaje lingüístico. El "a mí plin" no puede ser estandarte de nadie. Pero algunos van más lejos. Algunos creen que aquí no pasa nada y caen en una actitud fatalista de no intervención. Y otros con su asimilismo, parecen sentirse eufóricos con cada palabra nuestra que se repliega ante un anglicismo; con cada forma sintáctica que se desfigura. Algo les dice, intuitivamente, que en la lengua está la resistencia. Por eso quisieron suplantarla.
Pero algo nos dice la biología que debía ser dictado de conducta. Entenderlo nos evitaría pugnas suicidas.
El hombre tiene dos piernas y dos manos. Dos ojos y dos oídos. Dos riñones y dos pulmones. Algunos órganos no son imprescindibles. Algunos pueden seguir viviendo sin estómago. El corazón, ya lo hemos visto, puede transplantarse. Pero no tenemos más que un cerebro. Y en una boca no cabe más que una lengua. Y no admite transplantes.
No es capricho que lo más duro en el cuerpo humano sean los dientes. Defienden la lengua. Y no hay angustia mayor que la del hombre que sabe que quieren arrancársela. Hoy, más que ayer, la defenderemos con uñas y dientes.
Dice el francés Georges Weill en su obra La Europa del siglo XlX y la idea de nacionalidad:
En el siglo XIX había lenguas ilustradas por un pasado glorioso, por una gran literatura escrita que no cesaba de producir obras nuevas; y otras lenguas, habladas únicamente por personas de las clases bajas, que no tenían ya monumentos escritos. Lenguas descompuestas en dialectos o en jergas campesinas. Lenguas nobles y lenguas siervas: estas últimas eran el testimonio de las nacionalidades vencidas.
Si el español de Puerto Rico ha de convertirse en una lengua sierva, o si podemos impedirlo, dependerá de que nos dispongamos deliberadamente a influir en su destino.
La frontera de nuestra lengua no está en los muelles o en los aeropuertos; es una frontera difusa. Está en todas partes. Está en la mesa de bridge, en el beauty parlor, en el tribunal de justicia, en el conference room del banco o del bufete; en la cátedra de medicina y de ingeniería; en las oficinas públicas; en las fábricas y negocios; en las escuelas, en las universidades; en las calles de Nueva York, de Boston, de Chicago, de Pennsylvania; en los campos de remolacha o de tomates adonde van por miles nuestros braceros.
No he de detenerme en la enumeración prolija de voces o giros o formas sintácticas que pululan ya en nuestra lengua. Pero sólo he de señalar algunas frases que he oído últimamente. No las oí de boca de incultos. Las he oído a personas que ocuparon u ocupan los cargos más altos en el gobierno y en los negocios de Puerto Rico.
1. No sé si "me hago claro".
2. Estoy "contemplando" la idea.
3. "No tengo la mente hecha."
4. Hay que "soportar" al Director
de Turismo.
Estoy seguro de que ustedes pueden multiplicar estos ejemplos por centenares. Las enfermeras tiene que "llenar" la hoja clínica del enfermo en inglés. Los banqueros rinden sus informes en inglés. En el beauty parlor y la boutique casi todo se designa en inglés. Y los obreros del taller y de la fábrica nombran procesos y utensilios en inglés. Nadie se ocupó de traducírselos. Y es fama que los médicos y los ingenieros son los mayores asesinos del habla en Puerto Rico.
La amenaza está ahí. Nuestros temores no son miedos neuróticos. Son miedos reales. A donde quiera que las otras lenguas de América, el inglés, el francés o el holandés, entraron en contacto con otros idiomas no tardó en crearse un patois, un créole, un papiamento. Solo el español fue capaz de incorporarse todo cuanto halló a su paso. ¿Pero cuánto tiempo se puede resistir? Sin una decidida y enérgica política pública y un despertar de la conciencia colectiva, acabaremos hablando en pocas generaciones una lengua bastarda que nos apartará de la lengua común, de la lengua desde la cual podemos afirmarnos definitivamente.
Sorprende que viviendo como vivimos en una frontera no se le haya dado antes mayor importancia a la traducción: la traducción que es a un tiempo arte y profesión.
Cada cual en este país ha ido aprendiendo a lo largo de sus años de estudio y de trabajo el inglés de su campo de acción. Pero muy pocos entre nosotros nos hemos dedicado con vocación al estudio del inglés, o de otras lenguas, abarcadoramente y con profundidad. Ese descuido tiene su origen en un mal inicial; en el empobrecimiento gradual del vernáculo en la escuela del bilingüismo. Sin amor y dominio de la propia lengua ¿quién puede dominar una lengua ajena?
Los que pasamos por esa fragua del bilingüismo sabemos que nos enseñaron geografía, geometría, biología y ciencias, en inglés, maestros que apenas sabían inglés. Yo tuve una maestra que decía "feets flats on the floar". Era imposible que con tal sistema se enriqueciese el vernáculo. Era fatigoso el estudio. Y era lento. Cualquier alumno de la misma edad en otro país libre de semejante camisa de fuerza adquirió en menos tiempo mayores conocimientos. Pero sobre todo no salió de las aulas con la vacilación, con el tartamudeo, con la dificultad expresiva que nos proporcionaba, con el diploma, la escuela puertorriqueña.
Por otra parte, centenares de estudiantes eran enviados a los Estados Unidos, por cuatro, por ocho, por once y por quince años, en la edad más apta para la formación intelectual. La interferencia lingüística arrumbó a muchos. Otros, que pudieron hacer una carrera brillante, hicieron una carrera mediocre. Y regresaron a su tierra con un español puramente familiar; la lengua de la casa. Y con un inglés limitado, restringido con frecuencia al lenguaje técnico de su profesión.
Y para colmo, hay miles de padres que cifran sus aspiraciones culturales en que sus hijos hablen inglés sin acento. No es para que disfruten en su lengua original a Shakespeare o a Shelley o a Byron. Es para que puedan pedir con corrección mil quintales de papas o una estiba de bacalao.
Tendrá que trabajar una Escuela de Traductores sobre ese substrato. Pero como decía mi amiga Clara Lair, gran poeta, en cierta ocasión: "Calma. ¡Cosas peores me han hecho a mí los hombres y las he dicho en verso!"
Después de lo que hemos apuntado es evidente la imperiosa necesidad de una Escuela de Traductores, y de que esa escuela sea dotada con cuanto requiera para obtener un vertiginoso desarrollo.
No me es posible, sin salirme del tema, entrar en consideraciones sobre los criterios que en mi opinión, deben informarla. En lo que es característico de la traducción hay múltiples criterios encontrados y no reclamo títulos especiales para señalar pautas.
¿Deben traducirse las palabras o las ideas? ¿Debe reflejar la traducción el estilo del autor o el del traductor? ¿Debe reflejar la época en que se escribió o la época en que se traduce? ¿Puede o no puede el traductor omitir o añadir? ¿Debe el verso traducirse en verso o en prosa?
Mathew Arnold dice que hay que sacrificar la exactitud al efecto estético. En posición opuesta el Profesor F. W. Newman exige la exactitud verbal. "Traducción es traducción y no una composición original."
En esto, como en los criterios sobre la lengua -si hay que atender solamente al pueblo o al uso de los hombres cultos- tropezaremos siempre ideas encontradas. Es posible además que, como filósofo, el Profesor Casares esté pensando también en la creación de profesionales para la traducción de las lenguas antiguas, tan importantes para el mejor entendimiento de las lenguas de hoy. Pero yo he estado pensando principalmente en esta escuela como un centro para estudiar las dos lenguas principales que aquí se encuentran, y que con un sano criterio pueden enriquecerse recíprocamente, y dejadas de la mano pueden aniquilarse.
Traducir no es labor mecánica. Es obra de creación. Ortega y Gasset afirma que es un quehacer utópico. Pero nos consuela oírle decir después que todo cuanto el hombre hace también es utópico.
Lo que desde luego podemos afirmar es que es arte difícil. Podemos afirmar que hay escritores fáciles de traducir y escritores casi imposibles de traducir, pero cumple una indispensable función: la transmisión de la cultura del pasado al presente, y la fertilización de las culturas nacionales contemporáneas al facilitar el flujo y reflujo de las ideas de una nación a otra.
La traducción es un violento ejercicio mental, y como el ejercicio físico que presta a los músculos fuerza, rapidez y elasticidad, los ejercicios de traducción fortalecen y agilizan la propia lengua, forzada a excederse por buscar la palabra o la imagen más exactas para trasportarlas de una lengua a otra, sin que en el proceso se pierda su significado por insuficiencia o por exceso.
Es ya un lugar común que casi no existen los sinónimos. Menos ha de esperarse la sinonimia al tener que buscar en otra lengua, a veces más rica, otras veces más pobre, la equivalencia de significado.
Vale sin embargo notar que esta dificultad aneja a la traducción no está en las inexactitudes de matices significativos, sino que cala más hondo. Va más allá de lo inexplicable. La carga semántica de las palabras no tiene casi nunca traducción. Y hay que conformarse con ello como hay que conformarse con lo inexorable. El perfeccionismo, que es la enfermedad del ideal de perfección, está reñido con la traducción como el purismo, que es la enfermedad de la pureza, está reñido con la creación literaria. La preocupación por la meticulosidad, por el respeto casi supersticioso a las normas de la corrección, produce casi siempre una literatura engolada y relamida destinada al nicho que reservan las bibliotecas a las momias de la literatura. El perfeccionismo puede llevar al traductor a la esterilidad.
No han de empequeñecer, sin embargo, tales dificultades la importancia de la traducción. Las lenguas tienen muchas maneras de enriquecerse. La traducción es una de ellas. He tenido en ocasiones que traducir del inglés al español y viceversa. El hacerlo me ha provocado dos sentimentos contradictorios. En ocasiones me he sentido eufórico por la riqueza expresiva de mi propia lengua. En otras, achicado por su pobreza para expresar con precisión lo que el inglés puede decirnos con la agilidad que le presta su morfología, su monosilabismo, propio de pueblos que llegaron tarde a la cultura y a la historia.
Desde luego lo más difícil de traducir es la poesía. Los metros, la cadencia rítmica, la rima, las imágenes metafóricas, la carga semántica de los vocablos que recoge un poema, sólo en contadas ocasiones puede traducirse con visos de similaridad. Y como persona que en ocasiones ha cultivado el humor, puedo asegurarles que lo mismo puede decirse de la traducción del humorismo tal vez por sus afinidades con la poesía. "Todo humor es barroco," como dice Jorge Luis Borges. "Dilapida sus materiales."
Los juegos de palabras a los que el humor es tan propenso; los contrastes, las elipsis, los retruécanos, las ambivalencias fonéticas, aliteraciones, paronomasias, las repeticiones deliberadas que tienen un nombre feísimo, políptoton, la sinécdoque, el hipérbaton; las figuras gramaticales y retóricas, la antítesis o la antífrasis, que el humor suele emplear, son de muy difícil traducción. Cervantes, Quevedo, Larra, están salpicados de esos agudos juegos que son inseparables de su gracia. Pero se han traducido.
Otra dificultad está en los eufemismos. Un "paseíto", en España, quería decir fusilamiento. En Rusia un "lavado cerebral" es adoctrinamiento con tortura. Confesión voluntaria, inculpación bajo amenaza irresistible. "Relocalización", deportación en masa. Law and order, en Estados Unidos, es mando y macana. En Puerto Rico, "enviado de Dios" es millonario en puesto público; y "Estado jíbaro", estado emocional sin posibles consecuencias políticas.
Desde que empecé a escribir me acucia el problema del bilingüismo. Lo sufrí en mi propia carne. Y una y otra vez le he restallado el látigo. Hace veinte años en mi columna "A fuego lento" acuñé la palabra espanglish con el propósito de "acabar con el bilingüismo en nombre del bilingüismo". Para mi consternación, hace menos de un año la New School of Social Research ofrece un curso de Espanglish con texto ad hoc. Acuñé entonces el vocablo inglañol. Ambos sirven para designar las dos caras de la moneda falsa del bilingüismo: son las dos caras del mismo barbarismo.
Muchos años más tarde se acuñó en Francia término similar. Y hace unos días recibí varios artículos sobre el tema, de Jacques Cellard y de Michel Legris, publicados en Le Monde, de París. El de Cellard se titula, "Franglais ou Frenglish?" Como puede verse en todas partes cunde la similar preocupación.
Hoy le quiero dejar a la Escuela de Traductores otro neologismo recién nacido e inédito. El "smog", que viene de smoke y fog, ¿por qué no llamarlo "nieblumo"?
Espero que alguien le pueda dar buen uso. Y espero también que esta Escuela pueda servir para ayudar a disipar la contaminación del bilingüismo que cierne sobre nuestra lengua española su nefasto nieblumo.
Las palabras conminatorias de Gabriela Mistral pueden servirle de mote: "Dadnos la disciplina frente a la confusión."
El tema a que me referiré guarda estrecha relación con nuestra solidaridad colectiva y siento profunda preocupación por lo que pueda influir para destruir esa solidaridad, imprescindible para la preservación del grupo, la multitud de corrientes y de ideas que confluyen sobre nosotros en el día de hoy. Lo que me interesaría es poder aclarar con mis palabras de hoy algunas de las tergiversaciones y verdades a medias que impiden un buen entendimiento de nuestra realidad. Sin un consenso sobre algunos puntos clave acabaremos siendo un pueblo roto, inservible para la historia.
Cuba ñáñigo y bachata,
Haití, vodú y calabaza,
Puerto Rico, ¡burundanga!
Se complementa el luminoso atisbo poético de nuestra realidad con uno de los tirabuzones de mi libro Fracatán de tirabuzones:
En Puerto Rico lo único que está bien definido es la confusión.
¿A qué se debe esa confusión? ¿Será posible salir de ella? Todo laberinto tiene salida. Lo importante es encontrarla. Y no aspiro a otra cosa que a tratar de aclarar una serie de ideas que nos han traído al desastre de nuestro rompimiento con nosotros mismos en el momento actual.
A veces siento la dolorosa impresión de que ya hay aquí dos pueblos diferentes sobre un mismo territorio. Y no hay que olvidar lo que dice Stendhal en su obra Sobre el amor, "las diferencias engendran odio."
Si los puertorriqueños que todavía mayoritariamente hablamos buen español y nos preocupa su desfiguración, no podemos hallar en la comprensión de nuestra historia, en la identidad cultural, en la preservación de nuestra lengua, unas ideas para juntarnos más valiosas que las diferencias que nos separan estamos caminando por nuestra historia sobre una cuerda floja al borde de un precipicio.
Puerto Rico es una nación. El hecho de que pueda en el día de mañana optar por la llamada soberanía plena, que nadie posee en el día de hoy; o por la soberanía compartida, en el estado federado, que nos borraría en poco tiempo el sentimiento nacional; o por un régimen autonómico, que sería una soberanía asociada a la que puede llegarse por la fuerza de las circunstancias, no borra la realidad de que Puerto Rico existe como nación, y su realidad está montada sobre cuatro puntales que están siendo amenazados seriamente por los avatares de la política: historia, cultura, lengua y raza.
Me sentiré profundamente frustrado si en una reunión de hombres inteligentes y que andan comprometidos en una de las supremas misiones del hombre, la búsqueda de la verdad, no pudiese contribuir a disipar algunos de los conceptos falsos que son fuente de nuestra confusión, y de la ruptura de nuestra solidaridad.
Desde el cambio de soberanía, o dicho de otra manera, desde la Invasión de 1898, la política imperial americana creyó que sería fácil absorber a Puerto Rico. Al comparar su creciente poderío con nuestra pobreza en el momento del cambio confundieron la cultura con la riqueza. Y estimaron mal. Existía en Puerto Rico una civilización en decadencia. Pero tropezaron con una cultura de siglos, más recia que la que traían como bagaje junto con sus pertrechos de guerra. Y se creó un aparato político colonial que reducía a los puertorriqueños a la condición de siervos. Primero, una dictadura militar de casi dos años. Detrás del general Miles, Davis, Henry y Brooks. Y en 1900, la Ley Foraker, que ponía todo el poder efectivo a la disposición del Presidente de Estados Unidos: el gobernador, los cinco miembros más importantes del gabinete: Justicia, Hacienda, Salud, Auditoría e Instrucción, y los jueces del Supremo.
Fuimos tratados como "botín de guerra." Y despojados de toda iniciativa para defender nuestros intereses, y sin ciudadanía internacionalmente válida, cada puertorriqueño vino a ser, como lo definió el Dr. Julio Henna en Washington, "un Mr. Nadie de Ninguna Parte."
No pudimos proteger nuestro café y la mayor riqueza del país, que estaba en la montaña, se vino al suelo. No pudimos evitar el canje de la moneda macuquina al 40% de su valor. No pudimos proteger los ingenios y las mejores tierras pasaron a manos de las cuatro grandes corporaciones que controlaron la vida del país por cuarenta años - Guánica, Aguirre, Fajardo e Eastern Sugar.
Fueron incorporados a las posiciones gentes mediocres sin más valor que su capacidad para satisfacer los planes de la metrópoli. Funcionó bien la teoría de los reflejos condicionados que Pavlov comprobó después. Y Puerto Rico tardó medio siglo en llegar finalmente a elaborar y establecer su propia Constitución, que nos devuelve los resortes necesarios para poner nuestras propias iniciativas en ejecución.
i no hubiesen existido aquí una historia, una cultura milenaria, una lengua de extraordinaria reciedumbre, y una raza, que para el criterio hispánico no es biología, es comunidad de pensamiento y solidaridad ante el destino, Puerto Rico habría pasado a ser una factoría. Pero ochenta años después, Puerto Rico sigue siendo una patria.
La raza es para nosotros lo contrario que para el alemán o el anglosajón. La raza es sentimiento de participación común. En Puerto Rico no hay negros, hay puertorriqueños. Hay una tendencia a la uniformidad, a que las diferencias no constituyan separación tajante. Y eso se produce por el mestizaje. Los prejuicios raciales existen pero sin virulencia.
Tuvimos, pues, y tenemos todavía, amplios motivos para poner un colectivo grito en el cielo. Si estuvimos divididos ayer, y ese divisionismo sigue ahondándose hasta la posibilidad del estallido ¿a qué se debe? ¿Cuáles son las causas?
Se debe a la perpetuación de conceptos falsos sobre la propia historia y la propia cultura. Esos conceptos falsos tienen diverso origen, empezando por la difusión por Inglaterra, Francia, Holanda, y el pueblo judío, expulsado de España en 1492, de la leyenda negra.
Se agrava con las guerras de la Independencia de Hispanoamérica que degrada el tipo de organización política anterior con toda la violencia y la parcialidad de los espíritus exacerbados por la guerra.
En Puerto Rico, desde 1898, esa presentación prejuiciada adquiere sello oficial con la nueva política imperial que Estados Unidos ensaya en Puerto Rico y que incluía: la penetración económica, la sobreimposición del Derecho Común sobre el Derecho Civil vigente; el agarrotamiento de la iniciativa política de los puertorriqueños y la sistemática utilización de la escuela pública como instrumento de asimilación.
Este ha sido a lo largo de los primeros 50 años el instrumento más eficaz de nuestro divisionismo actual y descansó sobre dos atentados contra la solidaridad nacional: la tergiversación de la historia y la suplantación de la lengua. Este prolongado tratamiento, este lavado cerebral, ha conseguido crear dos Puerto Rico diferentes sobre un mismo territorio.
Mi propósito, al lanzar una ojeada a vuelo de pájaro sobre algunos puntos de nuestro tema, es contribuir a despejar conceptos prejuiciados que nos sirven de obstáculo para acercarnos a nuestra realidad y para entenderla. Es preciso hacer una reevaluación del descubrimiento, la conquista y la colonización.
En nuestras escuelas no se volvió a estudiar la historia de España que había sido fundamentalmente nuestra historia hasta 1898. De pasada, a lo largo de mis años de estudiante en las escuelas de mi país, oí muchas veces una frase, que como una consigna, se fue grabando en la conciencia de miles de niños puertorriqueños: "Los españoles exterminaron a los indios y se llevaron el oro." Equivalía esta encanallada afirmación a decirnos que nuestros antepasados se distinguieron por su crueldad y su codicia. Ciertamente no era la manera de despertar en el puertorriqueño otra cosa que un deleznable sentimiento de aversión por su pasado.
En cambio, se nos pintó con colores de cromo la historia de los Estados Unidos estableciendo comparaciones lesivas a todo lo que había sido nuestro patrimonio. Los puritanos y los cuáqueros nos aparecían con un aire de santidad digno de la beatificación. Pero nada se nos dijo del exterminio de las naciones indias en el norte, ni de las 37 guerras de exterminio, la última de las cuales se libró en 1890.(1) Tampoco se nos dijo nada sobre el bárbaro régimen de la esclavitud americana en contraste con la humanitaria esclavitud de las colonias españolas. El esclavo era más libre en el Puerto Rico anterior a la Abolición que el negro americano hoy, 115 años después de la Guerra Civil.
Podría citar centenares de ejemplos. Ofrezco estos como muestra de la contumaz tergiversación de la historia de la que se nos hizo víctimas. Para poder asimilar a un pueblo lo primero que hay que hacer es vaciarlo del orgullo de sí. Ese vacío puede entonces llenarse con cualquier cosa.
Pero simultáneamente se hizo el intento de suplantarnos la lengua. El informe del Comisionado Clark al Presidente McKinley en 1900 es la más clara manifestación del propósito que informa el sistema escolar de Puerto Rico y que todavía, a fines de la década del 20, el Comisionado Huyke conceptuaba que tenía que servir como "agencia de americanización".(2)
El informe de Víctor S. Clark dice así:
Entre las multitudes puertorriqueñas no parece existir devoción por su idioma ni por ningún ideal nacional comparable con la devoción que mueve a los franceses, por ejemplo, en el Canadá o en las provincias del Rin. Otra consideración importante que no debe pasarse por alto es que la mayor parte del pueblo de esta Isla no habla un español puro. El idioma es un patois casi incomprensible para un nativo de Barcelona o de Madrid. No posee literatura alguna y tiene muy poco valor como instrumento intelectual. Existe la posibilidad de que sea casi tan fácil educar a este pueblo para que en lugar de su patois adopte el inglés, como sería educarlo para que adopte como suya la elegante lengua de Castilla.
Ante estas dos intrusiones en nuestra historia y nuestra lengua es responsabilidad del intelectual puertorriqueño reevaluar nuestro pasado y justipreciar nuestros valores. Pero una cosa debe quedar claramente establecida; si Puerto Rico ha podido resistir, y sigue defendiendo su identidad, casi un siglo después del cambio de soberanía, tenemos que convenir en que este pueblo tenía tras de sí una gran historia, una cultura recia, una lengua excepcional. Si la historia se borra, si la cultura se derrumba, si la lengua se corrompe, Puerto Rico terminará de pueblo en muchedumbre y nada dejará, ni al mundo hispánico del que somos parte inseparable, ni al mundo anglosajón que pretendió absorbernos.
Lo primero que hay que pulverizar es una frase que repiten, como cotorras, escritores y profesores, sin darle un segundo pensamiento: nuestros supuestos 500 años de colonia. No hay 500 años de colonia.
Las colonias españolas no fueron colonias en el sentido moderno que se le da a la palabra. Al extender sus dominios el Reino de España se convirtió en el Imperio. Se establecieron organizaciones políticas análogas a las de la Península: municipios, villas y ciudades, capitanías, audiencias, virreinatos. Y en todas partes, iglesias, conventos, hospitales, escuelas, seminarios y universidades.
Había en América más de mil lenguas en 123 grupos lingüísticos que han sido debidamente inventariados.(3) Y donde el hombre no se entendía con la tribu vecina, hoy se entiende con cerca de trescientos millones de almas en tres continentes.
1 The National Purpose. New York: Holt, Rinehart & Winston, l980; artículo de Walter Lippmann, p. 129.
2 Aida Negrón de Montilla, La americanización de Puerto Rico y el sistema de educación pública, 1900-1930. [Río Piedras]: Editorial Universitaria, Universidad de Puerto Rico, 1977.
3 Martín Alonso, Ciencia del lenguaje y arte de estilo. Madrid: Aguilar, 1975, p. 165.
El distinguido autor que agrega hoy un nuevo libro, Orígenes y desarrollo de la lengua española en Puerto Rico, a la larga lista de publicaciones a su haber, el Dr. Manuel Álvarez Nazario, tiene una notable hoja de servicios a nuestra cultura y nuestra lengua.
Su carrera en el campo de la filología es vertiginosa. Obtiene su grado de Bachillerato en la Universidad de Puerto Rico en 1948. En 1950 su grado de maestría. En 1954 su Doctorado en Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid.
De 1949 a 1955 fue instructor de español en el Recinto Universitario de Mayagüez; de 1955 a 1957, catedrático auxiliar; de 1957 a 1960, catedrático asociado; y desde 1960, catedrático. Fue el primer director del Departamento de Estudios Hispánicos de Mayagüez, cargo en que sirvió durante diez largos y fructíferos años.
Pero aunque ha sido prolongada y valiosa su labor docente, su mayor contribución a nuestra cultura hay que ir a buscarla en su copiosa obra lingüística y filológica.
Además de numerosos artículos en periódicos y revistas, el Dr. Álvarez Nazario ha publicado varias obras fundamentales para el estudio del español en Puerto Rico:
El arcaísmo vulgar en el español de Puerto Rico
El elemento afronegroide en el español de Puerto Rico
La herencia lingüística de Canarias en Puerto Rico: Estudio histórico dialectal
El influjo indígena en el español de Puerto Rico
Orígenes y desarrollo del español en Puerto Rico durante los siglos XVI y XVII
A los dos premios obtenidos del Instituto de Literatura de Puerto Rico hay que sumar el premio Augusto Malaret, de la Real Academia Española de Madrid, por su obra La herencia lingüística de Canarias en Puerto Rico, y el que merecidamente recibe hoy. El Dr. Álvarez Nazario leyó su discurso de ingreso a la Academia Puertorriqueña en 1978 sobre el tema "El andalucismo resembrado en el español de Puerto Rico en el siglo XVI".
Como puede verse sus dos pasiones intelectuales han sido la lengua y Puerto Rico. Con su formación filológica podía haber bifurcado su vocación investigadora a otros campos del mundo hispanoparlante, pero el Dr. Álvarez Nazario prefirió bucear en la procedencia, en los orígenes del español en su variante puertorriqueña.
Importa mucho ese saber para un pueblo que vive en una frontera política, cultural y lingüística, con todos los peligros que esa delicada posición supone en el devenir histórico, que si en la lengua tradicional significa el acaecer, para la Filosofía es lo que puede llegar a ser.
Y ese devenir es para nosotros una incógnita. ¿Puede preservarse la historia y la cultura, y con ellas, la lengua, nuestra máxima señal de identidad?
No sin el conocimiento de lo que somos. Y el hombre es lo que él habla, porque es lo que piensa, y no pueden divorciarse pensamiento, lengua y destino.
No si junto al conocimiento de lo que somos no podemos mantener en alto el orgullo de ser lo que somos y la voluntad decidida de ser más.
No si no podemos percatarnos, como enunció Parménides, que "ninguna cosa puede ser y no ser al mismo tiempo", principio básico sobre el que se levantan todas las especulaciones sobre el elusivo concepto de la identidad.
Y puesto que tan esencial es la lengua a la definición de la identidad y de la personalidad, tanto de un hombre como de un pueblo, bien vale que mayor número de hablantes conozcan los orígenes de su idioma y sus entronques históricos con otras lenguas derivadas del latín, descompuesto en tan ricos y variados dialectos que al paso de los siglos habían de convertirse en los idiomas nacionales de cuatro de los seis grandes pueblos europeos creadores de arte y de cultura: Italia, Francia, España y Portugal.
Julio César subyuga las Galias en veinte años, pero la conquista de España costó a Roma dos siglos. Sin embargo, la romanización fue rápida y completa. Y como dice Menéndez y Pelayo en la Historia de los heterodoxos españoles, "España debe su primer elemento de unidad en la lengua, en el arte, en el derecho, al latinismo, al romanismo".
Y eso se debió particularmente a la escuela romana organizada por Sertorio que se vale de la gramática y de la retórica para arrancar al hombre de Iberia de la barbarie e incorporarlo a la civilización.
Claro que para hablar y hacerse entender no se necesita la gramática. Para Chomsky, la gramática está ínsita en cada individuo. Pero, como la música que se aprende de oído, no es suficiente para dar en las grandes composiciones.
La obra de Álvarez Nazario no es una gramática. Es un valioso instrumento para despertar el interés en la propia lengua, ilustrar al estudioso en reglas fundamentales del buen decir y del buen escribir, explicar errores y vicios de dicción y disipar dudas que en tantos hablantes inducen el tartamudeo y la vacilación.
Mucho pueden aprender en este libro los que poco saben, y todos servirse de él para refrescar lo aprendido y para ver junto y bien ordenado lo que fue, lo que es, lo que puede llegar a ser este extraordinario instrumento de comunicación y de creación que es la grande y noble lengua española
Elogio merece la ordenación del material objeto de esta obra que con tanta claridad presenta sus materiales y comparte plenamente los criterios interpretativos esbozados sobre el estado actual y el futuro de la lengua.
Subraya un hecho que a muchos preocupa y no merece tal preocupación: la entonación diferente que cobra el español según pasa de país a país, o de región en región en el enorme mundo hispano-hablante. La entonación no es obstáculo a la comprensión. Es la misma letra con distinta música.
Menos grave me parece la pronunciación que aspira la s final de sílaba ("loj muchachoj"), la h aspirada por la j velar propia de Castilla ("hamón", en vez de 'jamón'), el seseo ("sapato" en vez de 'zapato') y el yeísmo ("cabayo" en vez de 'caballo', que en la Argentina se convierte en "cabasho"), la pronunciación de la r alveolar (vibrante) (española) que convive con la r asibilada (r inglesa) y con la r velar (r francesa), la pérdida de la d intervocálica (como en "colorao") que es fenómeno generalizado; la pronunciación de la v que confunde la labiodental de 'vocal', con la bilabial de 'burro'; la pronunciación de la x que se pronuncia como gs cuando está entre vocales, como en 'examen'; o como s o h aspirada cuando está entre consonantes como en 'extraño' ("estraño", "ehtraño"); y la x que se escribe todavía a la antigua como en México. En Méjico la x viaja de incógnito; y el intercambio de r por la l al final de palabra, peligrosamente difundido en Puerto Rico (el "dolol", el "honol", el "amol").
Se pregunta Álvarez Nazario, en vista de la extensión horizontal y vertical de la r velar en Puerto Rico, si será posible contrarrestarla con la r alveolar. Si el Dr. Álvarez se lo pregunta yo no me atrevo a contestarlo. Me limito a opinar que creo que se puede y que estoy seguro de que debe hacerse. No es difícil luchar contra tendencias fonéticas desarboladas.
El Dr. Álvarez contesta su propia pregunta cuando dice: "Corresponde a la conciencia culta del país determinar lo que ha de hacerse para desterrar en lo futuro su empleo isleño."
Poco o nada hay que temer a esas variantes fonéticas que, o son generales y se producen paralelamente en todo el ámbito de la cultura hispánica, o son de amplia difusión en extensas regiones, como por ejemplo, en la cuenca del Caribe.
Pero sí hay razón para preocuparnos por aquellos cambios que mejor pueden llamarse vicios, como la r velar y el intercambio de l y r a final de sílaba, que no sólo afean la expresión sino que nos apartan del caudal de la lengua general.
Los indigenismos, como bien apunta el Dr. Álvarez Nazario, son muy pocos para ser problema. Apenas hay 500 voces de origen taíno y son en su mayor parte nombres de lugares, de ríos, y de frutos, plantas y árboles, y muy pocas persisten en el habla usual,
Lo africano carga más peso en la configuración racial y física del puertorriqueño, pero los africanismos no pasan de cien y apenas hay treinta vocablos de uso familiar.
Y en cuanto al anglicismo, un estudio de Rubén del Rosario, terminado hace casi treinta años, apuntaba sólo unos 150 anglicismos léxicos, pero de entonces acá ha pasado mucha agua bajo el puente y Álvarez Nazario señala la tendencia al aumento no sólo del vocabulario sino de los calcos y del abuso de la voz pasiva, que le dan al español hablado un tinte de lengua aprendida que le resta fluidez y espontaneidad.
Hemos de agradecer a Manuel Álvarez Nazario esta valiosa contribución al estudio de la lengua española en Puerto Rico que no puede desgajarse del tronco común sin que nuestra lengua se convierta en una rama seca y sin savia.
Y al felicitarlo por esta valiosa contribución a nuestro acervo cultural, extiendo también mi felicitación a su esposa Josefina Rivera de Álvarez, que le ha servido de inspiración y ayuda y quien también ha enriquecido nuestra bibliografía con su abarcador Diccionario de la Literatura Puertorriqueña.
Todos nos hemos hecho en algún momento varias preguntas que merecen contestación: ¿qué somos? ¿cómo y por qué hemos venido a ser lo que somos? ¿qué queremos llegar a ser? ¿qué podemos llegar a ser?
Nadie entre nosotros ha ahondado profundamente en estos temas. Tenemos informaciones bastante fidedignas y hasta minuciosas. Pero las interpretaciones han sido demasiado fragmentarias, podríamos decir, angulares.
Las interpretaciones de hoy oscurecen más de lo que aclaran.
No tengo la pretensión de haber encontrado respuestas definitivas. Aspiro, solamente, a promover la inquietud general ante la confusión presente y ante la incógnita del futuro.
Se nos pregunta si la relación con los Estados Unidos ha producido enriquecimiento o erosión en nuestra identidad. Los extremistas, y una vez más se chocan, dirán lo uno o lo otro. La verdad me obliga a ser ecléctico. Ha producido ambas cosas.
Lo que debe preocuparnos es si en fin de cuentas y pasado el tiempo el puertorriqueño se habrá convertido en un híbrido estéril; si la lengua termina en un papiamento que sería el cementerio de las dos grandes lenguas de América; si desembocaremos en una sociosis que nos incapacite para toda acción fecunda, o si podremos conservar con la cultura y la lengua, la identidad, y con ella la continuidad histórica.
Mi respuesta es que se puede. Pero que existe el grave peligro de convertirnos en cualquier otra cosa, que es casi lo mismo que cualquier cosa. Y esa es la peor cosa que le puede suceder a cualquiera.
"La lengua y la cultura se hacen a la par, accionando y reaccionando la una sobre la otra," dice Unamuno.(1) Un cambio en la historia producirá inexorablemente alteraciones culturales. Sin embargo, la magnitud de esos cambios dependerá de la fortaleza de la cultura del grupo sujeto a las nuevas influencias.
En el caso concreto de Puerto Rico los Estados Unidos, que emprendían sin mucha experiencia todavía su nueva carrera imperial, se equivocaron con Puerto Rico. Aquí existía un pueblo con una recia cultura de raíces milenarias; una de las grandes lenguas de la cultura occidental; y éramos también parte de una historia cuyos orígenes hay que ir a buscarlos en Palestina, en Grecia y en Roma. Aquí había un Derecho de origen romano que se venía forjando en lengua romance desde el Fuero Juzgo, y Las Siete Partidas, de Alfonso el Sabio. Aquí había unas instituciones tan civilizadas como las de cualquier pueblo de la Europa cristiana: la Iglesia, el Municipio, las Audiencias. Y había unas maneras de pensar, de hablar y de ser que prestaban al grupo social la cohesión y las características que asociamos con la nacionalidad.
Y en el siglo XIX también se habían difundido las ideas de la Revolución Americana y sobre todo de la Revolución Francesa y la historia de la lucha por afirmar a Puerto Rico como entidad histórica y culturalmente diferenciada de la metrópoli y por imponer el pensamiento liberal que se extendía por todo el mundo moderno.
Porque existe ya una nacionalidad en el momento de la transición los intentos de asimilarnos y absorbernos no tardaron en chocar contra ese muro que está demostrando ser tan resistente como las murallas del Morro y San Cristóbal.
Sin esas murallas hubiésemos caído en manos francesas como Haití, holandesas como Curazao, o inglesas como Jamaica. Y en tal caso Puerto Rico habría sido otra Jamaica.
Pues bien, sin esa cultura, esa lengua y esa tradición histórica, la población podía haber corrido la suerte del Hawaii. En Hawaii ya no hay hawayanos. O la suerte que le cupo a la lengua española en Filipinas. La lengua española fue suplantada. Y hoy los filipinos no hablan español, ni buen inglés, ni buen tagalo. En Puerto Rico la población no sólo resistió sino que adquirió un ritmo de crecimiento mayor. La lengua resistió a pesar de los violentos intentos de suplantación que conformaron la política escolar de los primeros cincuenta años.
Pero la cultura tradicional se va escindiendo. Las instituciones se han cuarteado. Y lo que la escuela no pudo hacer con la lengua ha logrado hacerlo parcialmente con el concepto que mantenemos sobre nuestra historia. Y allí, donde las gentes pierden el orgullo de su pasado se pierde la ambición del futuro. Se vive al día. A lo que salga.
Con esa voltereta violenta de la historia que dimos en el 98 es natural que nos preocupemos por lo que hemos perdido y lo comparemos con lo que hemos ganado. Y me aventuro a decir que hemos ganado en la cantidad y hemos perdido en la calidad de la vida.
La iliteracia casi ha desaparecido. Pero en el proceso nos empobrecieron la lengua y nos tergiversaron la historia. Hay mucha gente que sabe muchas cosas. Pero muchas cosas se saben mal. Y lo que nos importa para los fines de este intercambio de ideas es que las ideas más difundidas sobre el proceso de la colonización y de nuestra formación están más influidas por la leyenda negra que por una razonable interpretación de los hechos. "La destrucción de las Indias, de Las Casas," dice Menéndez Pidal, "acusa como destructora de esas razas a la única nación que se preocupó de conservarlas"(2) Y sin embargo, que ese libelo se pudiese publicar en el siglo XVI y que se impusieran las ideas de Las Casas sobre las de Sepúlveda en la polémica de Valladolid, en 1550-5l, es la demostración más convincente de la preocupación por las causas justas o injustas de la Conquista que está presente en todo el proceso de la colonización.
La degradación de la colonización por la escuela ha sido el más eficaz instrumento de asimilación. Ha roto en miles de puertorriqueños todo espíritu de resistencia.
Estas interpretaciones prefabricadas han ido minando nuestro sentido de identidad y nuestro espíritu de continuidad. ¿Para qué proyectarnos desde el pasado, si el pasado es deleznable? El cercenamiento de las raíces crea un vacío que es preciso llenar, la naturaleza aborrece el vacío, y por esa brecha entra fácilmente cualquier idea. Por ella viene precipitándose la asimilación.
Algo similar ocurre con las instituciones. La homogeneidad religiosa es otro de los elementos que coadyuvan a la cohesión del grupo. Baste citar por el momento a Irlanda y a Polonia. Y esa homogeneidad se resquebraja con la proliferación de sectas protestantes, algunas de carácter primitivo, que vienen, detrás de la bandera, a recristianar a un pueblo que ya era cristiano desde antes de haber surgido ninguna de esas sectas.
Contribuye a afirmar el concepto de la libertad religiosa la presencia de múltiples sectas, y esto puede considerarse un enriquecimiento. Pero es uno que ocurre a costa de rencores y divisionismos del grupo. Y esto puede considerarse una erosión.
Algo similar podemos decir de las instituciones jurídicas. El derecho también crece como la lengua a la par que la cultura. Y nuestro Derecho Civil ha sufrido extravagantes intrusiones del Derecho Común anglosajón. Ha ganado movilidad en lo procesal que es adjetivo. Ha perdido en lo sustantivo. A quien quiera conocer a fondo el problema lo refiero a la obra de José Trías Monge, Historia constitucional de Puerto Rico. Por otra parte, hemos ganado el juicio por jurado, el derecho a la fianza que ahora se quiere echar por la borda, la presunción de inocencia hasta que se demuestre lo contrario. Y hemos redactado una Constitución propia y ya se habría ampliado el círculo jurisdiccional sobre nuestros propios asuntos de no haber sido por el sabotaje del asimilismo, y en parte, independentismo. Algo se perdió y algo se ha ganado. Y en el juego político no conozco a ningún pueblo que gane siempre.
Algo similar podemos decir de la economía. En los últimos treinta años Puerto Rico ha pasado de sociedad agrícola a sociedad industrial, de país rezagado a país en pleno desarrollo. La transformación ha sido vertiginosa. Tres o cuatro índices de progreso bastan para que sirvan de punto de referencia.
Pasar de un presupuesto de 14 millones a uno de 2,400 millones; reducir la iliteracia de 35 a l0%; aumentar la expectativa de vida de 48 a 74 años; los estudiantes universitarios de 5,000 a más de 120,000; los automóviles de 27,000 a más de un millón y el ingreso per cápita de $120 a $2,700 son jalones de progreso difícilmente igualables. Y eso ha sido posible por tres razones principales: el mercado común con Estados Unidos, la estabilidad, tan precaria hoy en tantos países libres y soberanos, y las ayudas federales.
Pero también estos desarrollos nos han traído excesiva dependencia del capital extranjero, el ritmo acelerado de la vida social, la exageración de la ambición adquisitiva, y otros males que algunos estiman como secuela del industrialismo, como son el resquebrajamiento de la unidad familiar (un divorcio por cada dos matrimonios), la curva en ascenso del crimen con casi quinientos asesinatos anuales y 87,000 delitos graves, la persistencia del alcoholismo (el tercer país en consumo de bebidas del mundo después de Rusia y de Polonia) y la proliferación de la narcomanía que nos llegó vía Nueva York y nos la trae la mafia en la alforja.
Es falso que estos males sean consecuencia inevitable del progreso económico. En Inglaterra, uno de los primeros países industriales, con 60 millones de habitantes, se produjeron 130 asesinatos en un año. Si tuviesen un índice de sangre similar al nuestro habrían tenido diez mil asesinatos en un año y eso es casi otra batalla de Normandía.
Algo mucho más grave está ocurriendo. Estamos sufriendo una lúdica profanación de valores que creíamos firmemente establecidos. Y yo me pregunto ¿no será la degradación del sentimiento nacional una de las causas de esta hecatombe?
Sin ideales que sean más importantes que la vida el hombre pierde el ánimo, y se lanza a satisfacer primero las apetencias y los apetitos. Se afloja su sentido del honor, se atrofia su vocación de servicio, coloca el tener sobre el ser.
En Israel no hay droga. En Japón no hay droga. Un profundo sentimiento de solidaridad y la noción de que la continuidad histórica del grupo depende del esfuerzo y la dedicación de todos, pone en cada hombre un sentido de la importancia de su misión suficiente para llenarle la vida.
El sentimiento nacional es biológicamente útil y moralmente necesario y ese sentimiento ha sufrido lamentable erosión. Y a los que la escuela, o la emigración, o la política asimilista les mató ese sentimiento nacional propio, se les creó un vacío que está siendo reemplazado por un nacionalismo ajeno. Y ese es uno de los problemas grandes. Ya empezábamos a sentir que Puerto Rico está habitado por dos pueblos que empiezan a ser diferentes. La admiración por el "American way of life," por los símbolos, por las grandes figuras nacionales de Estados Unidos, por sus instituciones y hasta por su lengua les ha ido llenando gradualmente el vacío del espíritu del que se fue desalojando lo propio. Por eso la violencia y el rencor que ha cobrado nuestra política. Y ese es el clima de la guerra civil.
Pero por otro lado hay que anotar que el sentimiento nacional es otro elemento de nuestra identidad. El triunfo puertorriqueño en el boxeo, en el baseball, en el tennis, en el basket ball, en un festival de la canción, en un concurso de belleza, en un conflicto armado, en una manifestación de cultura, despierta en todos los puertorriqueños hondo sentimiento de orgullo y una explicable emoción. Nos produce una sensación de fuerza que nos hace olvidar nuestra pequeñez territorial, y nos pone a vibrar juntos por un motivo común. Nos produce un sentimiento de cohesión, de unidad.
Confluye con el concepto de identidad todo lo que nos une por encima de lo faccioso, de lo divisionario.
Y la importancia de la lengua en la preservación del espíritu nacional no puede ignorarse. Por eso quisieron cortárnosla. Pero ha resistido porque es la más recia de las lenguas europeas de cultura. Pero la pregunta que nos hacemos es inquietante. ¿Hasta cuándo puede resistir? No hemos de tongonear una preocupación enfermiza por la incorporación normal de anglicismos en nuestra lengua. Es un fenómeno universal. El que inventa bautiza y no hay que poner en duda la capacidad inventiva que han demostrado los norteamericanos en los últimos ciento cincuenta años.
Puerto Rico es una frontera. Colindamos con Nueva York por la línea aérea. Con Washington por la línea telefónica. Y por otras mil lindes: en la mesa de bridge, en el beauty parlor, en el laundry, en el Post-Office de Old San Juan, en the Office of the Mayor, en la Technical School, en el repair shop, en Agapito's bar, en el campo de golf. Ya la telefónica se volvió a llamar P.R. Telephone. Parece que si se llama en inglés comunica mejor.
Lo único permanente en la historia es el cambio, y por lo tanto, historia es el estudio del cambio en la humanidad.